Líneas y formas para llevar

Si te gusta algo de aquí, puedes usarlo libremente, siempre que no seas una empresa capitalista, alguien que explota la fuerza de trabajo ajena, un represor o un transa que quiere adjudicarse estas líneas callejeras... *

José Kaff

miércoles, 9 de diciembre de 2009


El sapito se murió. Se quedó pensando en la entropía; en cómo las cosas cambian y nunca vuelven a ser iguales; en cómo se acaba el amor y nunca vuelve a su lugar. El sapito se quedó quietecito, para ver si así podía evitar que sucedieran las cosas. Pero no. Así es la entropía, pensaba muerto de miedo. No se puede parar el mundo, o talvez debió decir el universo. Sintió cómo sus patitas se estiraban, como si estuviera en un aparato de tortura que llaman “caballo”, sus ojos empezaron a salir de las órbitas y corrieron disparados hacia distintos puntos del universo. Sus deditos también se estiraron, largos. Todo su cuerpo empezó a separarse, y de pronto, ¡pop!, explotó. Se murió el sapito. El sapito soy yo. Hasta aquí llegué.

martes, 1 de diciembre de 2009

Juan y el presidente

Juan entró a la iglesia cuidándose de que nadie lo viera. Tenía fama de peleonero y hacía mucho que dejó de asistir a misa o de siquiera pararse en la iglesia. La última vez el curo lo corrió, entre insultos y chisguetes de agua bendita, por pelear con uno que aseguraba que la Virgen le había cumplido el deseo de progresar económicamente, pero Juan sabía que ese era un esbirro del cacique de los vendedores ambulantes de la zona y no se había conseguido su dinero honestamente, ni mucho menos por un favor de la Virgen ni de ningún santo. Además, el pinche cura nomás servía para defender a rateros y abusadores.
Esta vez, no quería pelear con nadie. La policía se estaba llevando a la gente nomás por mirar feo o con cualquier otro pretexto, y el curita lo tenía hasta la madre. Uno de esos días se armaba de valor y les ponía en su madre a ambos, sin que nadie se enterara, y de paso al puto presidente disque del empleo. Pero mientras se dedicó a buscar trabajo, que era lo más difícil. Avanzó por un pasillo lateral sin hacer ruido. Llegó casi al altar y se detuvo frente a la imagen de la Virgen, esa que decía el Heladio que era milagrosa. Se persignó, rezó un Ave María, otro más y un Padre nuestro, nomás por no dejar. Luego lo soltó:
— Mira Virgencita, sea como sea, se me hace que al pinche Heladio sí lo andas protegiendo, o es que tiene una suerte… Pero yo me cae que no voy a ceder ante el Pelos, ese cacique maricón que pone a todo el mundo de su lado, nomás porque anda repartiendo impunidades. Bueno, pues yo vengo a pedirte lo mismo, nada más que eso sí, yo no le entro a la corrupción del Pelos. Te lo pido, Virgencita. Te lo prometo, más bien: tú ayúdame a conseguir un trabajo y me cae que no vuelvo a decir que al jodido del preciso Calderón le quiero romper su madre. Total, paqueloencuentre…
     Juan salió de la iglesia casi como entró, pero con la convicción de que esta vez sí conseguiría empleo. Era 20 de noviembre y nadie estaría pensando en solicitar trabajo, así que le pareció buen momento para emprender la búsqueda final.
     El balcón de Palacio parecía centro de reciclaje; había botellas de Evian, Aguapura, Nestlé, Bonafont y cuanta otra marca extrajera de agua pueda existir; botellas de refrescos diversos, piedras cubiertas con papeles, algunas con letreros amenazantes, otras eran bolsas vacías de papas y cacahuates, y una con una carta de apoyo, de un taxista, que había encontrado un maletín con mucho dinero, justo el día en que se anunció el fraude electoral que encumbró a Calderón a la presidencia. Al jefe del Estado mayor presidencial se le ocurrió una gran idea, mientras Calderón gritaba desaforado que qué carajos les pasaba, que no se quedaran ahí parados, que traigan al ejército, la aviación, la marina o que “vengan los pinches gringos a partirles su madre a esa bola de nacos allá afuera; ¡vamos! ¡¿qué esperan?”. Entonces el militar soltó:
—Yo tengo una idea. De chiquito me leyeron un cuento y desde entonces no se me olvida. Lo vamos a disfrazar de mendigo y así lo sacamos por una puerta lateral, mientras ponemos al gordo a que salude desde el balcón, ya si le cae algo de mierda, pues que se lo aguante él.
     El presidente todavía preguntó: “¿al secretario?” No, dijo Paredes, al gordito Ramírez; al secretario no le entra la banda presidencial. Pero el otro secretario, el de Bucareli, dijo que él quería hacerlo, que siempre quiso saber qué se sentía estar en ese balcón, aunque le lluevan a uno hasta las madres de las mentadas. “Que se ponga quien sea”, apresuró Calderón, y pidió que le dieran la ropa de algún invitado a la ceremonia de la Revolución. Pero nadie ahí eran tan pobre. Pura ropa de marca y muy a la moda. Así que tuvieron que hacer secuestrar a un pobre militante del 68, que en la salida del metro repartía volantes sobre “La verdad detrás del Comité General de Huelga y las acusaciones entre camaradas”.
     Calderón salió por una puerta de servicio sin que nadie lo viera. Caminó con todo un séquito de soldados vestidos con la ropa de yupies que habían hecho traer (secuestrar, pues) de la Condesa. Pero no alcanzaba la segunda esquina cuando se topó de frente con una pulquería, La Adelita. “Si voy a representar este papel de naco vagabundo, lo voy a hacer bien, con toda su indiosincracia”, dijo poniendo un pie adentro de la pulquería.
     Detrás de él entraron los soldados, quienes ya hasta hablaban de temas intelectuales, de la cultura y el arte. Disque, pues. Y detrás entró Juan. “Alto”, dijo Calderón disfrazado de vagabundo, “homeless”, como empezó a decir de sí mismo. “Esta pulquería está cerrada para el Presidente y sus amigos industriales”, continuó. Pero antes de que pudiera siquiera recordar que ahí no había sino soldados que ya estaban pensando mejor dedicarse a regentear fresitas en el parque México, un pesado puño cayó sobre su nariz, y luego otro le golpeó la panza, y el siguiente en una sien; una patada entre las piernas y un rozón, que si le ha pegado lo hubiera mandado al suelo completamente noqueado.
     Igual cayó, pero a Juan ya lo tundían los yupies en una esquina de la pulquería, cuando no se sabe de dónde una turba de borrachines empezó a cambiar la correlación de fuerzas. La pulquería se cerró con todos adentro, pero los soldados ya habían sido encuerados y estaban atados a unos bancos junto al baño. Calderón empezó a temer por su vida, pero un viejo se acercó y le dijo:“No te preocupes, mano, el Juan pega fuerte pero es muy lento, muévete rápido y verás que se cansa luego, luego. Ándale, levántate y rómpele su madre”.
     Juan lo esperaba con los puños en alto. “Ándale puto, no que muy amigo del presidente, aquí vas a ver quién es más preciso”. Pero en eso se apareció la Virgen y dijo: “Ándale tú, pinche Juan, nomás andas prometiendo y luego ni cumples; órale hijo de la chingada, nomás porque este cabrón a mí tampoco me cae bien. Ándale, vete de aquí, que no sé qué desmadre se traen allá afuera con eso del 2010, ¡Úrriale! ¡Sáquese perrrrro!”
     Lógicamente Juan salió disparado de ahí, pero diciendo. Pinche Heladio, pinchle Heladio, tú tuviste algo que ver, tú y el pinche curita, que también tiene sus influencias.

Ana dos veces

Ana salió de su casa brincando de alegría. Su mamá le había confesado que ella también era una princesa. A Morada también le gustarán las princesas, como a muchas niñas, pero ella era una princesa de verdad; su madre se lo había dicho. Miró a otro lado de la calle y lo que vio no lo pudo creer. La casa grande era en realidad un palacio. Un palacio de verdad, y el arroyo contaminado, que estaban a punto de entubar, tendía a ser un río, aunque nadie lo comprendiera.
     Ana desaceleró, subió despacio a la banqueta y se quedó mirando las sombras en una ventana del palacio. Empezó a soñar. Caminó un poco más y se sentó junto al árbol que había sembrado su padre. Lo que no se comparaba con el jardín que mandó a construir el señor gobernador, pero al menos el padre de Ana tenía el placer de haberlo sembrado y cuidado con sus propias manos.
     Ana soñó su futuro. Pero no le gustó lo que vio. El príncipe salió de su palacio en un auto último modelo. Dio una vuelta para impresionar, dejó que su caballo, es decir su deportivo, se pedorreara frente a Ana y la invitó a subir. Ana pensó en su sueño, pero volteó al cuarto de su madre y ella desde la ventana le hizo un gesto amable al mismo tiempo que amenazante, si no aprovechaba esta oportunidad, jamás tendría su aprobación para casarse con nadie más, ni, por supuesto, sería reconocida como una princesa de verdad. Tal como recién lo era. Ana volvió del paseo un poco confundida, pero decidida a casarse. 
     El día de su boda era todo un acontecimiento. Una gran fiesta había sido preparada. Vestidos, bebidas, comida y muchos adornos. Con mucho cuidado, Ana terminó de ponerse el vestido, después de que la habían peinado y maquillado estilistas profesionales. Se paró frente al espejo y de pronto… se le cayó la sonrisa. Su cara quedó vacía o semi vacía, o… bueno, decía, me quedan nariz y ojos, pero no puedo salir así, sin boca, sin sonrisa.
     Y salió, y se casó, y nadie lo notó. Entre tanto oro, plata, regalos y glamour, nadie, ni siquiera el novio cuando la besó, supo que Ana había perdido la sonrisa. Pero cómo fue, se preguntaba. “El maldito lápiz labial, eso fue… no, no la otra cosa, o la toalla esa con la que me limpiaron, el polvo espantoso que olía tan mal… qué fue, que fue…”
     Ana vivió su vida más o menos como la soñó. Al final dejó al príncipe, su palacio y toda esa mierda; se volvió militante y luchó muy duro contra la monarquía, contra los monopolios, la oligarquía, el imperialismo, la explotación, el capitalismo, el machismo… Se aprendió todas las consignas de memoria, coreó los himnos, y supo que la revolución no se puede hacer sin las mujeres, como decían en Nicaragua, que en la lucha tampoco puede faltar la marimba; sospechó que si los ojos detrás del pasamontañas sonríen sería porque la boca escondida también lo hacía, pero ella no tenía boca, no tenía sonrisa y ya ni se acordaba cómo sonreír.
     Trató colocándose en paliacate, pero los ojos la delataban: no estaba sonriendo. “Compañera”, le decía uno, “así no se va a poder, si no sonríes, pues como que no cambia la cosa. Es como si fuéramos a tomar una foto, ¿ves? Todos están listos, pero hay uno, o una, pues, que no sonríe… o que de plano se voltea, porque los hay que se voltean, ¿eh?, pero ahí están de necios que quieren salir en la foto, participar, pues, en la lucha, que de por sí no es una foto, sino que es como una película, que se va moviendo y moviendo y nunca para”.
—No puedo, compa, es que ustedes no me entienden, a mí se me cayó un día de plano y ya nunca la pude recuperar.
— Sí te entendemos, compa, a nosotros tuvieron que venir nuestros muertos, nuestros antepasados a ponernos de nuevo las sonrisas; por eso nos las tapamos, para que nunca más puedan arrancárnoslas, y por eso ustedes ven que como que sonreímos con los ojos, porque a los hermanos pobres de todo el mundo les ponemos miradas de cariño, mientras que a los malos gobiernos y a los ricos ladrones les echamos ojos de pistola, de rabia, pues, para que vean que tenemos sonrisas pero no son para ellos.
     Ana se puso a llorar y repetía que no podía, que nunca iba a poder. La gente la miró callada, pero pensando: “híjole, pues paciencia le tenemos toda la del mundo, lo que no hay es tiempo, y ahora cómo le hacemos”. Todos se sentaron. Prendieron un fuego, sacaron pozol, se acomodaron, se quitaron los paliacates y fueron saliendo historias, canciones, llegaron los muertos, los antepasados; se fue la noche, y al despertar, Ana vio su sonrisa caída a un lado suyo. La tomó y la colocó en su boca esperando que no se quedara pegada, pero se quedó. Corrió a mirarse en un espejo, pero no había. Así que le preguntó a uno si podía ver su sonrisa, y éste asintió; a otro, lo mismo, una, uno, otra, otra, muchos; todos afirmaban con los ojos.
     Ana salió de su casa brincando de alegría. Su mamá le contó una historia de hombres y mujeres dignos que una vez lucharon contra un dragón llamado capitalismo, y lo derrotaron sólo con las miradas: miles, millones de pares de ojos (y de manos) habían puesto al monstruo patas arriba. Miró al horizonte y vio a un hombre plantar un árbol. “Qué chingados hace mi papá”, se preguntó, “sembrando nopales en medio de la laguna…” 

sábado, 28 de noviembre de 2009

Girar


Ela empujó la puerta con el zapato negro. Despacio, sin fuerza; su talón se fue doblando hasta que un impulso de mi brazo liberó la puerta. Ella se giró, probablemente sobre el otro pie, y detuvo la puerta con las nalgas. Su cara quedó un poco más cerca de la mía. Un mechón cayó sobre su cara y sus ojos se entrecerraron. Puse la cajita con el pastel en sus manos, justo a la altura de su pecho. Un rayo de la luz de la lámpara de la plaza aprovechó que mi sombra se movía para tocarle el pecho izquierdo, que se asomaba distraído. La piel se le enchinó y una lágrima bajó lenta por su mejilla.
— Buenas noches, chapas.
— Buenas… gracias.
Se agachó un poco más y simuló un intento de abrazo, pasando el mechón muy cerca de mi cara. En su cuello, puede percibir el efecto de la noche en su perfume. La piel de Ela volvió a enchinarse. Esta vez la mía también. Pude sentir cómo el olor bajaba por dentro de mí, como un relámpago que se me estrellaba en el pubis.
Enderezó su cuerpo para volver a girar, quedando dentro del edificio. Subió como una sombra, envuelta en la gabardina negra. Una lámpara de la plaza aprovechó el último instante para acariciar sus piernas.
Yo también giré. Di dos pasos y comencé a elevarme. Seguí caminando y alcancé un tejado cercano. Ahí me detuve y vi cómo Ela subía las escaleras, ya adentro de su casa. No llevaba la gabardina. Subió quitándose la ropa. Entró al cuarto solamente con zapatos y la falda roja. Sus pechos colgaban sonriendo, mientras el brassiere negro le colgaba de los hombros. Su pierna se estiró por debajo de la falda, mientras ella distraída soltó la correa al zapato. Dobló la pierna y lo hizo caer. Repitió la operación con la pierna izquierda, pero esta vez se detuvo para masajear el talón lastimado. Un rayo subió por su pantorrilla, en la rodilla se separó y corrieron dos hormigueos, uno por fuera y otro por dentro de su muslo. Éste la hizo doblarse para buscar en su empeine el punto exacto del placer.
Trató y buscó, pero por más que se sentía cada vez más excitada, un rayo tal no volvió a aparecer. Poco a poco fue subiendo por la pierna esos remolinos que dibujaba con los dedos, hasta que el índice ágil entró por un costado del calzón, dio una vuelta más y, aprovechando el jugo de su sexo, se clavó lentamente en las arenas movedizas de su propio cuerpo.
Lenguas húmedas se abrían a su paso, sólo para volver a apretarlo y dificultarle la salida. Algo lo hizo clavarse rápido, buscando el fondo de esa caverna interminable. Ela levantó la cabeza, señalando cada rincón del mundo con la punta de un mechón cada vez más  grande. Apretó los ojos y las piernas, abrió la boca y se giró doblándose sobre la cama. Calló despacio. Abrió las piernas y fue sacando el dedo lentamente. El índice giró una vez sobre el monte pubis y dio paso al dedo medio. Éste, con mejor suerte, no encontró el fondo pero sí un punto, un lugar, un hueco, algo que pareció ser lo que estaba buscando. Ela tembló, gimió y se giró sobre la cama, sin sacar el dedo. Así se quedó dormida.
La luz de su cuarto siguió prendida mucho tiempo. Yo temblaba en la lluvia que comenzó justo después de que la escuché gemir. Había estado mirando la escalera vacía por un buen rato. Bajé del tejado con un brinco. En cada paso me fundía con el agua de los charcos. Iba pensando en aquel día que Ela me besó al bajar del camión. Fue la primera vez que caminé sin pisar el suelo. Di vuelta en la esquina y no supe más de mí.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Por alguna razón, en este blog casi todo mira a la izquierda...

Había unas feministas que creían en el Estado (y viceversa)

Había una (y otra vez) unas feministas que creían en el Estado. Qué raro, pero así era. “Este país es una mierda”, dijeron, escribieron, gritaron, y hasta pintaron en las paredes, seguido de consignas diversas que denunciaron el maltrato, la discriminación, la violencia, el abuso, la injusticia hacia las mujeres; en fin, el machismo, el paternalismo y todo eso de lo que Engels hablaba en su tediosa obra que Silvio Rodríguez resignificó en más o menos tres minutos de “nueva canción cubana”. Paro a las feministas no les gusta Engels, ni mucho menos Marx, el abusador de sirvientas.
Bueno, pues nuestras feministas se juntaron y rápidamente elaboraron la Carpeta rosa. Un archivo bien documentado y detalladísimo de casos de todo tipo de violencia hacia las mujeres en ese país de mierda. La llevaron a la tele pero no consiguieron más que unas entrevistas bastante amarillistas y con muy poco contenido de género. “Vea usted cómo en esta pobre casita la desesperación ha llevado al jefe de familia a una violencia inexplicable para cualquiera en sus cinco (sentidos)”, dijo la conductora, mientras en la tele se mostraban las partes más sucias y derruidas de la casita videograbada, y la cara moreteada de una mujer.
Aunque tampoco fue en vano. La noche de la transmisión llamó la diputada Pedraza, para anunciar que en su partido esas “mujeres luchonas y comprometidas de la sociedad civil” tendrían cabida y una respuesta a sus justas demandas. “Yo me comprometo ante este auditorio…” comenzó a decir la diputada antes de que una voz la interrumpiera para avisarle que no estaba “al aire”, que aunque en el programa se dijera que era “en vivo”, éste había sido grabado ayer. “Pero le transmitiremos su mensaje a Las Rosas”, que es como había decidido llamarse el grupo de feministas.
En realidad, había sido sólo una parte de ellas; bueno, sólo dos, que eran las que asistieron a la televisora para aparecer en entrevista. Aparte de doña Petra, quien daría su testimonio, pero ella no contaba, no le preguntaron su opinión cuando hubo que decidir un nombre, justo a punto de empezar la grabación. Y es que no era formalmente miembra de la organización “Las Rosas. Un paso adelante”, que es como finalmente terminaron llamándose, luego de una discusión en asamblea.
Llamaron a Pedraza, pero ella ya no estaba tan segura: “Compañera, esos son temas muy importantes, pero en el partido tenemos otras prioridades”, le había dicho Ortega. “Nos vamos con el Azul”, dijeron las Rosas… Lo que al final motivó una llamada directamente de la secretaria de Ortega.
“Con las leyes que aprobamos hoy”, dijo Pedroza el mismo día en que asumió como presidenta del Congreso, “el Estado recupera la fuerza y el país la dignidad. ¡No más familias desechas por la violencia y la inhumanidad!”, gritó.
Un mes después, don Tacho era encarcelado, acusado de mirar a una mujer en el metro. Don Tacho llegó a la delegación con el cargo de resistencia ante la autoridad, por negarse a entregar sus cd de música pirata, y por alborotar. Lo detuvieron porque se negó a dar “mordida” y a entregar su mercancía. Se había puesto a gritar: “que a quién carajos se le ocurría pensar que la música es propiedad de alguien, que la cultura no puede ser patrimonio de nadie, bla, bla, bla, señor juez”, dijo el policía.
Minutos después ya se estaba “careando” con una secretaria que se levantó y dijo que don Tacho la había mirado en el metro, que se asomaba insistentemente sobre el escote y que su mirada era sugerente. Don Tacho no entendía nada, pero fue directito a la cárcel, porque lógicamente no podía pagar la multa que, aprovechando una justificadísima ley impulsada por Pedraza, su partido y las feministas, el ministerio público quiso arrancarle.
No puede relatarse la situación en la que quedaron la madre, la esposa, el hijo y la hija de don Tacho, ni queda espacio suficiente para señalar la violencia estatal y social que significó para estas personas el encarcelamiento del Jefe de familia.


martes, 10 de noviembre de 2009

No traemos miedo

Cómo se le explica a un asaltante bonaerense que en estos días los mexicanos ya no creemos en nada; que en ese país a los policías los han tenido de disfrazar como máquinas de película; que hace tres años televisaron horas enteras las caras sangrantes, las pieles moradas, los rostros heridos de Atenco, que a Oaxaca la asediaron con barcos y aviones de la marina, que en Acteal nos mostraron uno de los rostros más horribles de la violencia de Estado...

        Esta tarde, cuando el aire de otoño por fin se decidió a acompañar con nubes semi teñidas a las hojas que ya hace días abandonaron sus árboles, cuando las señoras de sociedad recomiendan no alojar mexicanos en casa y los políticos aprovechan la terapia de shock —que el poder transnacional infringe a través de los cerdos en México— para apelar a los nacionalismos, un joven, seguramente arrojado a la calle por los camisas pardas de Macri, se acerca aparentemente ofreciendo una revista que el anterior gobierno citadino (PJ) creó para paliar un poco el hambre de los sincasa, quienes solían venderla para ganarse unas monedas. Dice algo parecido a que le demos una ayuda para que deje de vivir en la calle. “No tenemos dinero”, decimos con tono de mentira. Luego pregunta de dónde somos, y fatalmente cae en la tentación del tema de moda, el orden del discurso dominante: “¿Vinieron huyendo de la epidemia esa.?” Trata de aprovechar la broma para espantarnos. Bajito dice que en la cintura tiene un arma y no quiere lastimarnos. El desenlace es confuso y cada uno tiene sus conclusiones, cada quien (Ela, el tipo y yo) recuerda de manera distinta lo que pasó después; es decir, cada cabeza registró y privilegió distintos detalles, que juntos armaron historias diversas, dando sentidos diferentes al final de este altercado. Ela ya estaba casi sobre la calle cuando decidimos irnos de ahí.
        Si nos hubiéramos quedado, si nos hubiese espantado la amenaza del arma en su cintura o del revólver en poder de su compañero, probablemente nada de esto pasaría por nuestras cabezas. Otro tipo de reflexión, nos ocuparía.
        El problema, debe pensar el desdichado, es que no tengo un arma. La ventaja, piensa Ela, es que es tan distraída. La desdicha, pienso, es que ya no traemos miedo a las cosas comunes; tanto han gastado en espantarnos, que ahora apenas tememos al terror.  

sábado, 7 de noviembre de 2009

El cuento de la Pachamama

Morada caminó a la ventana. Abrió la boca y dejo salir una nube que, al estrellarse con el vidrio, empañó las montañas más redondas y lejanas que esta perspectiva suelen regalarle. Se agachó un poco, apuntó con la mirada y dibujó dos montes con el dedo.

A miles de kilómetros de ahí un indio quechua escribía un poema para el encuentro pastoral del fin de semana. No sabía que Morada ya lo había pensado. Bascopa asegura que antes lo dijeron sus antepasados, que debió perderse en alguna esquina ensangrentada de la historia, que así es como describieron los antiguos a la Pachamama. Pero Morada habría argumentado que cómo era posible que ella lo supiera, si no fuera que ELLA lo había inventado. “Descubierto“, corrige Yayá Cucho.
-Se dice “descubierto“, tú no lo inventaste, lo viste en la ventana. ¿Acaso tú pusiste ahí los cerros? No, ¿tú sembraste el pino y la ceiba que estaban antes ahí? No, ¿tú los cortaste? No.
Morada, callada, se quedó mirando a Yayá. Bajó la vista y tardó un largo minuto en empezar a llorar. Él tardó mucho más para convencerla de que no la estaba regañando.
Morada por fin levantó la vista. Yayá había logrado empañar el área más grande de la ventana que alguien hubiera podido jamás. En realidad parecía que había traído toda la niebla del mundo. Morada sonrió. Aprisa volvió a pasar el dedo por el contorno de las montañas, teniendo mucho cuidado de no rasurar los pezones de la Pachamama.
-¿Sabes, Yayá? Las montañas son las tetas de la Tierra, ¿viste cómo en esos dos montes los pezones se miran bien clarito?
Lejos, Bascopa tachonea su poema. Vuelve a escribir. Tachonea y regresa a la idea inicial. “Lo dijeron los antepasados“, insiste, “no hay mucho que pensar“.
Morada se acercó a la ventana, sacó la cabeza y dejó escapar el suspiro más grande del mundo. El mundo se nubló. Yayá pasó el dedo por el paisaje dibujando una escalera. Ambos subieron. Desde el cielo dijeron: “es cierto, la Tierra es una mamá”. Luego bajaron, llamaron a Ela. Se la quedaron mirando. ¿Viste como a sus chichis parece que les hubieran cortado unos árboles?
Bascopa terminó su poema. Hablaba de las partes del cuerpo de la Pachamama. Al padre Manolo le encantó.



martes, 27 de octubre de 2009

Lluvia

Ella camina, sola. Sus pasos tiemblan en la oscuridad fría de la cocina. Dos plantas rojas, curtidas de agua y cloro se encorvan levantando puentes sobre las lozas verdes marcadas con hilos de humo blanco. Las piernas también hacen un arco debajo de la falda de flores amarillas sobre un fondo naranja. Delgadas, lisas, morenas levantan escasos vellos enchinados de frío. Es un gesto que acompaña, distraída, con la mueca casi imperceptible con la que se come los labios. Pero sus ojos y la expresión general de su rostro están en otro lugar. Definitivamente afuera de ese departamento; abajo y no muy lejos de ahí. Ahí, en la lluvia que moja la equina o adentro al fondo del callejón. —Que esté tomando, viejito, que esté tomando —repite mientras se estira el cabello contrastante— que la providencia no le permita entrar al callejón; que el hombre ese, maldito… hijo de…, que no aparezca hoy. Sé que viene, sé que hoy viene, que le trae sus “mercas”, y que los castiga si fallan, pero, carajo, que esta noche no venga, aunque sea sólo esta noche, aunque sea sólo porque llueve… Que pare la lluvia, que no pare.

    Ahí debe estar, bajo el techo de la miscelánea, fumando, como siempre, escurriendo el humo por su vieja gorra azul, apretando los ojos en cada bocanada. —Como el sapito de la canción, el muy imbécil, abre la boca y cierra los ojos.
    Con la mano izquierda fuma, torpe; con la derecha aprieta algo dentro del bolsillo de su chamarra. Ella se sienta y frota las manos antes de estirar las mangas de su suéter verde de algodón sobre sus manos. Aprieta las puntas y mete las manos a las bolsas del suéter, sin soltar los puños que retiene entre sus dedos. Se dobla sobre la mesa hasta casi tocarla con la frente. Con los ojos bien abiertos enseña los dientes y dice: Te quedas, ahí te quedas, maldito. Hoy no entras al callejón. No me importa que ellos tomen, que se mueran de borrachos en esa esquina, que se los lleve la patrulla o que los cerdos les quiten hasta los calcetines, pero tú hoy te quedas ahí.
    La miscelánea casi se ha borrado en esta lluvia torrencial. La cortina permanece abierta y el techo de lona cubre más de la mitad de la entrada. Sucias y rotas líneas verdes y blancas, con parches de colores escurren ríos hasta la esquina derecha, donde el agua se concentra una y otra vez, aunque el viejo de la escoba aparezca periódicamente para clavarla desde abajo, provocando pequeñas tormentas, que sin embargo alcanzan a mojarle los zapatos y el pantalón al hombre del cigarro. Las cajas de cerveza y la estructura que carga los garrafones de agua ya fueron colocados a salvo. En la pared cuelga ya sólo con un pedazo de cinta la hoja con la que Pifi, un perrito “busca a su dueño”. Debajo, la cara incompleta de un candidato con la sonrisa tachada muestra oronda el chicle que alguien le ha pegado justo en la nariz, de forma que lo hace parecer un payaso.
    Ella se levanta. Saca las manos de las bolsas y el suéter. Se lo cierra sin abotonarlo y permanece así un momento. Su expresión cambió; los ojos miran profundo hacia algún lado de esa cocina, pero sus pies empiezan a moverse, lento, para girar sobre su eje. Camina despacio hacia la puerta y apaga la luz. En la oscuridad del pasillo lo decide: —El viejo se acerca con la escoba una vez más. Mira afuera. Se detiene, deja la escoba y dice: “no tiene caso”, toma la herramienta con la que hace subir el tejado. “Voy a cerrar, señor”, dice al hombre. “Yo aquí me quedo. No me voy a salir con esta lluvia”. “Pues como quiera, pero yo ya voy a cerrar”. El hombre aprieta un objeto en su bolsa derecha. “Déjeme quedar un rato. Mire, abra esa botella que tiene ahí, yo se la pago, ¿tiene dominó? No tiene nada mejor que hacer, ¿cierto?”.
    De pronto se interrumpe. No escucha más la lluvia. Regresa a la cocina, se asoma a la ventana. Es cierto, ha dejado de llover. La esquina está vacía. Un hombre camina hacia el callejón.
    —Mierda, tengo que dejar de pensar que todo lo que escribo debe tener un vínculo con la realidad. Me importa un carajo. El tipo se queda en la tienda, se emborracha con el viejo… ¿y los chavos de la esquina? No sé, no sé…

martes, 20 de octubre de 2009

Es una noche extraña

Es una noche extraña. Vengo de la cocina. Sobre la mesa hay un reguero de bichos rojizos, con las patas tiesas y la mirada fija en sus minúsculos ojitos. Entre todos apuntando a cada rincón del universo. Está oscuro afuera, pero muchos ruidos decoran la noche. Me asomo a la ventana, moviendo apenas un poco la cortina. Apenas distinguible, un sujeto con casco negro que refleja la lámpara de la plaza se mueve lento para sacar un objeto de la caja de su vehículo. Parece mirarme. Me escondo. Regreso la mirada sobre la mesa. Detrás están dos niños, uno lleva un disfraz de fantasma, la otra un extraño gorro morado y una capa roja. Revuelven los bichos, los escogen y se llevan uno que otro a la boca, sin decir palabra.

    Tomo un sorbo del mate. Me sabe extraño. Arriba de las escaleras hay una ausencia que se hace presente. Baja. Se mueve por la sala, se sienta y toma un libro al mismo tiempo; barre y baila; levanta objetos del suelo mientras se quita el impermeable mojado. Sus ojos brillan felices debajo del casco y sus manos tiemblan al ir colocando el chaleco reflejante sobre la bici. Alguien martillea.
    Los niños algo hablan, se abrazan. Siguen comiendo. Afuera se escucha la puerta de la calle al cerrarse. Una moto. Un quejido de la sartén me hace volver a la cocina. Unos minutos después vuelvo con la cena y un pedacito de chocolate. Levanto puñitos de bichos. Quedan patas sueltas, que levanto con dificultad. Pongo todo sobre los platos.
Alguien martillea. La presencia vuelve. Desde atrás me besa el cuello y con una mano me toca la cintura. Volteo y se ha ido. Miro al refrigerador y encuentro un calendario con sólo dos días tachados. Al final de la semana, el dibujo infantil de una cara y al lado un corazón. Aparece una mujer, hermosa; alguien que recuerdo. Mi cuerpo se llena de sensaciones; me excito. La presencia se desvanece. La luz brilla un poco más. Ilumina a los niños. Han terminado de cenar. Les doy un pedacito del chocolate.
   Es una noche extraña. El mate no sabe bien. Mis ojos se entrecierran. El niño aparece. Lo reconozco, es mi hijo. Dice: “papá, qué es lo que me diste, sabe a mole… no sabe a mi chocolate laxante”. Vuelvo a la realidad, pero me siento extraño. El martillo cesó. La presencia se aleja, se hace cada vez más ausente. El vacío crece en mis entrañas. El mate me las revuelve. Mis hijos no dejan de mirarme. El sonido de un teléfono me despierta por completo. “Le llamo de Pizzas Panza, favor de confirmar su dirección; el repartidor dice que ha estado tocando y nadie contesta, a pesar de que se ve luz en la ventana”. Me disculpo, confirmo y cuelgo. Vuelvo por un sorbo de mate. Tiene un color extraño, sabe mal. Escupo. Los niños siguen mirándome. Te extraño.

lunes, 12 de octubre de 2009

Mala tarde

— Parada, por favor.
—¿Qué?, cómo ¡parada!, si acabás de subir, qué te pensás?
— Aquí bajo, pará, por favor.
—Pero…
—Pare, pare, no siga avanzando.
— Aquí no puedo parar, más adelante, si querés, pero me voy y perdés tu pasaje, ¿eh?
— Sí, sí, pare.
— Está bien, pero vos estás loco. Acabás de subir, pagaste 15 mangos para ir a Jujuy y te bajas a cuatro cuadras de la terminal. ¿ Estás bien, loco? ¿tenés un mal presentimiento,, te da miedo salir a la ruta, tienes que hacer caca?…
—Abrime ya y dejame bajar…
Luis salió disparado del camión. Corrió dos cuadras de regreso, hacia donde se veía venir el humo, detrás de unas rejas blancas. Con la prisa, las cosas se le venían cayendo. Una pluma se salió tres veces de las distintas bolsas en las que la puso cada vez que la levantaba. A la cuarta vez, ni cuenta se dio. Iba tan apurado que su cuerpo lo malinterpretó y tuvo ganas de orinar. Tantas, que decidió parar a unos metros de la reja, para deshacerse de un poco de prisa. Continuó la carrera cerrándose el pantalón, acto en el que dejó caer el boleto del camión, que por lo demás ya no le servía de nada. Dio vuelta en la esquina y ahí estaban. Eran unos cinco hombres alrededor de una gran fogata, más algunos que se hallaban dispersos.
—¿Van a hacer un corte?, preguntó.
— ¿Corte… de qué?
— Un corte, corte de ruta, insistió Luis agitado, qué demandan…
— ¿Quién?
— Ustedes.
— ¿Yo?
—Ustedes.
— Yo estoy aquí, esperando a ése, dijo uno señalando al tipo que venía por la mitad de la calle con dos bolsas blancas, al parecer con comida, y volteando alrededor, como tratando de entender a quién se refería Luis con “ustedes”.
Luis buscó entre los demás rostros, en busca de algún par de ojos con los cuales cruzar su mirada, pero todos ellos estaban ausentes, o más bien esquivos. Los hombres más cercanos empezaron a moverse, sigilosos, y pronto habían abandonado el fuego. Todos, excepto un viejo.
—¿Un corte?, preguntó el viejo, Ja. Aquí no se ha visto uno desde que se dividió la CCC. Si querés va ahí a la esquina, ahí está un local todo cubierto con carteles, es que estamos en elecciones, y pregunta por Luis, es el hijo del candidato oficialista. Él puede contarte cómo se salieron ellos, su familia, de la organización, luego del asesinato del pibe. Ahora están para diputados y nadie se acuerda del hermanito. Ahí quedó el pendejo, tiradito sobre las líneas que había pintado el municipio, recién. A los que lo golpearon luego se los vio de patovicas en el boliche del intendente. Bueno, eso dicen, que es suyo el negocio y que trafica con minitas bolivianas, pero ve a saber.
— Así que no era un piquete, dijo Luis decepcionado. ¡Pero qué pelotudo! Me bajé del micro, perdí los 15 mangos, quedé como un boludo de mierda con el chofer y con el changuito que estaba ahí mirando, voy a perder la entrevista de la tarde… y luego que el boludo que entrevisté recién es un jodido de mierda, la concha que lo parió, no respondió a una sola pregunta y se hizo el pelotudo dos horas, contándome de las macanas del pueblo. ¡Qué cagada me mandé! Mil veces le dije que me importaba un cuerno si estaban produciendo orgánico en la finca esa que se tienen tomada. Que me dijera si van a cortar la ruta, si llevan palos y piedras, armas, que no me cuente que quieren reforestar y mandar a la mierda la soja transgénica, los desmontes y la minería. La única minería que me interesa es en la que se cazan minas; como en el boli ese que me cuenta. ¿Abren muy tarde? ¿Desde qué hora hay servicio?… Pero, ¿Y ahora qué escribo? Si no tengo algo interesante para esta noche, me echan del periódico… De qué escribo, de qué. En este pueblo de miércoles no pasa nada, de qué escribo…

sábado, 10 de octubre de 2009

La fiesta en paz

Un viejo se balanceaba, acariciándose las rodillas. Tras la sombra móvil de la visera de su gorra negra, unos ojos pequeños, grises, sonrieron acompañando a la curva blanca de su bigote. Fue entonces la fuerza del azar que colocó su mirada en la mujer con un peinado pasado de moda. Ella sonrió, primero sin atender demasiado a la mirada zigzagueante del viejo en la mesa de la ventana. Luego fue dejando que la conversación se perdiera en el ambiente, para dirigir al viejo no sólo su mirada sino toda su atención y la de la joven que la acompañaba. Ambas voltearon sonrientes.

El viejo paró su vaivén. No dijo palabra. Amplió la sonrisa, para mirarlas fijamente. Algo dijo ella, que las hizo reír. El hombre siguió inmóvil, con esa mirada profunda que le hacía resaltar la pequeña nariz. Poco a poco reinició el balanceo. Eran sus rodillas; ese dolor infame que lo ponía fuera de la jugada. Siempre fue así: si uno hubiera conocido la historia de ese hombre, que iba de negocio en negocio, parando como si picara en cada flor del camino, como si fuera capaz de probar cada bebida... y de pagarla. Si fuera conocido su sufrimiento, podría adivinarse en sus ojos cada pasaje, cada insoportable viaje en bus, ya fuera parado o si alguien terminaba cediéndole el asiento; cada uno de los partidos de futbol en su vida que, desde aquel día del accidente en la construcción de las vías del ferrocarril, había pasado, la mitad en la cancha y la otra mitad entre la banca y la enfermería –es un decir, una forma en que llamaban al puesto de golosinas donde al entonces joven migrante le regalaban una bolsa con hielo para aligerar el dolor.

La mujer con el cabello pintado no podía parecerse más a la candidata que un cartel en la plaza proponía para diputada local. Su acompañante bien podía ser una estudiante de leyes incursionando en las sucias ramas de la lambisconería, el engaño y el cálculo de daños menores del habitus político estatal. Pero no, ni una era candidata ni la otra estudiaba leyes, sino literatura. La rubia del cabello corto era peinadora.

Ambas miraron al viejo. Sonrieron, como si adivinaran que, al menos en esa hora del café y con el calor que sus propias manos les aplicaban, las rodillas del viejo sentían algún alivio, y por fin la peinadora preguntó: ¿Duele? –Sí, duele, balbuceó el viejo. -¿Desayunó? –Y, no. En ese momento ponía la mesera un plato con medialunas y una taza de café en la mesa del viejo. -¿Está solo? Venga para acá. Siéntese acá.

Para entonces, la joven descubría a un hombre de claro perfil extranjero, que observaba la escena con ternura, justo por encima de su backpack, colocado en una silla que hacía de frontera entre las mesas. – Así es, dijo ella, qué querés…

No era muy linda. Debajo de unos anteojos ligeros aunque no muy juveniles su nariz y boca destacaban por su simplicidad. Los ojos perdidos detrás, parecían desvanecerse en un verde mieloso demasiado transparente. Podía tener un buen cuerpo, nadie lo sabe, pero debajo del ancho saco rojo, que la chica adornaba con una bufanda con tonos anaranjados, se puede adivinar que no es gorda, como la peinadora. Igual, su boca ancha ensaña un par de coquetos dientes largos, que llevan a compararla con un conejito o algún otro simpático animalito de caricatura.

-Vení, pues, sentate acá vos también.

Un hombre de pelo cano pero con apariencia juvenil se había levantado a ayudar al viejo. Tomándolo por los hombros caminaba sonriente detrás suyo. Ya cuando estaban a un paso de la mesa habló algo con la peinadora. Desde su mesa, la acompañante del hombre cano observaba la escena, participando con el cuerpo girado sobre la silla inmóvil. Con un codo apoyado en el respaldo y el otro sobre la mesa, levantaba su taza, esperando una señal para levantarse y brindar, o hacer cualquier otra cosa que el acontecimiento indicara.

El viajero permaneció sentado, mirando. En otras mesas habían comenzado cuchicheos y un intercambio de miradas y sonrisas. El viejo ya estaba en la mesa de las mujeres, pero su café y las medialunas esperaban en donde las dejó la mesera. En toda la cafetería el ruido y los movimientos se intensificaban. El viajero sentía pesada la mirada de la joven de ojos líquidos. Entonces se levantó en dirección de la ventana, como si en el acto de salir por ahí y no por la puerta encontrara una liberación más definitiva. Se detuvo en la antigua mesa del viejo experto en vías para ferrocarril, tomó la taza y el plato de medialunas y volvió con toda la autoridad que en ese momento el par de objetos le otorgaban. Como un paje que camina firme con el báculo y la corona del rey, se acercó a la mesa, colocó el café justo enfrente del viejo; el plato de medialunas a un lado, casi en la orilla, como si pretendiera que, con la intención de ponerlas a salvo la joven se estirara y casualmente chocaran sus manos. No fue así.

Ella entonces miraba a la peinadora, quien había comenzado a decir: -Esto debe estar pasando en todo el mundo. Es probable que en un acto de lucidez la Humanidad exprimió su última gota de egoísmo. No hacen falta más gobiernos, leviatantes, ni dinero, capitales grandes o pequeños, líderes sinceros o macabros…

La cafetería empezaba una fiesta como nunca se vio. Tanto que resulta indescriptible. Afuera, alguien dio aviso y un tanque preparaba y apuntaba su cañón para volar en pedazos la cafetería, como efectivamente sucedió.





* Por supuesto, el nombre de este blog está tomado de la famosa obra que Antonio Gramsci escribiera desde una cárcel milanesa hace exactamente ochenta años, y que desde los años setenta ha sido publicada como “Los cuadernos de la cárcel”. Poco se parece la situación italiana del fascismo de los treinta a la del México del bicentenario. Aunque poco no quiere decir nada. Las semejanzas entre Benito y Felipito (por supuesto que no hablo de Don Gato y Mafalda) las encontrará el lector por su cuenta.

Con todo, las líneas que se comparten en este blog fueron realizadas desde la calle y no desde una cárcel. Aunque, efectivamente, pisaron primero algún cuaderno. ¿En libertad? Bueno, la respuesta es relativa y da para más preguntas que afirmaciones: ¿Puede hablarse de libertad en la actualidad, cuando somos vigilados por cámaras “de seguridad” en las tiendas de autoservicio, en el metro, en las calles, en las escuelas y oficinas…; cuando el pensamiento dominante prescribe desconfiar, vigilar, acusar al semejante; cuando los medios de comunicación nos machacan todo el día con el terror y la enajenación; puede hablarse de libertad, en fin, en el capitalismo?

Más de uno ha señalado ya que la democracia liberal lo que vino a legitimar fue precisamente la libertad acotada al dinero. Mientras en el feudalismo el esclavismo y la desigualdad eran legales, en el capitalismo son legítimos con base en el poder económico.

Sin embargo, siempre quedan resquicios para la emancipación. Los cuadernos de la calle pretenden únicamente contribuir con una uñita, como dicen los zapatistas, para rasgar una línea, una forma, en el muro que divide a los de arriba y a los de abajo, en el paredón al que suelen ser condenados aquellos que una y mil veces se rebelan en la historia; ese Muro que un día caerá no como “fin de la Historia” y supuesto triunfo final del capitalismo, sino sobre la cabeza de los capitalistas, como derrota definitiva del capitalismo y el pensamiento único, hegemónico, dominante, heterogeneizante. Será el principio, pues, de las historias, los cuentos, las utopías, las emancipaciones, las libertades…

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