Líneas y formas para llevar

Si te gusta algo de aquí, puedes usarlo libremente, siempre que no seas una empresa capitalista, alguien que explota la fuerza de trabajo ajena, un represor o un transa que quiere adjudicarse estas líneas callejeras... *

José Kaff

miércoles, 9 de diciembre de 2009


El sapito se murió. Se quedó pensando en la entropía; en cómo las cosas cambian y nunca vuelven a ser iguales; en cómo se acaba el amor y nunca vuelve a su lugar. El sapito se quedó quietecito, para ver si así podía evitar que sucedieran las cosas. Pero no. Así es la entropía, pensaba muerto de miedo. No se puede parar el mundo, o talvez debió decir el universo. Sintió cómo sus patitas se estiraban, como si estuviera en un aparato de tortura que llaman “caballo”, sus ojos empezaron a salir de las órbitas y corrieron disparados hacia distintos puntos del universo. Sus deditos también se estiraron, largos. Todo su cuerpo empezó a separarse, y de pronto, ¡pop!, explotó. Se murió el sapito. El sapito soy yo. Hasta aquí llegué.

martes, 1 de diciembre de 2009

Juan y el presidente

Juan entró a la iglesia cuidándose de que nadie lo viera. Tenía fama de peleonero y hacía mucho que dejó de asistir a misa o de siquiera pararse en la iglesia. La última vez el curo lo corrió, entre insultos y chisguetes de agua bendita, por pelear con uno que aseguraba que la Virgen le había cumplido el deseo de progresar económicamente, pero Juan sabía que ese era un esbirro del cacique de los vendedores ambulantes de la zona y no se había conseguido su dinero honestamente, ni mucho menos por un favor de la Virgen ni de ningún santo. Además, el pinche cura nomás servía para defender a rateros y abusadores.
Esta vez, no quería pelear con nadie. La policía se estaba llevando a la gente nomás por mirar feo o con cualquier otro pretexto, y el curita lo tenía hasta la madre. Uno de esos días se armaba de valor y les ponía en su madre a ambos, sin que nadie se enterara, y de paso al puto presidente disque del empleo. Pero mientras se dedicó a buscar trabajo, que era lo más difícil. Avanzó por un pasillo lateral sin hacer ruido. Llegó casi al altar y se detuvo frente a la imagen de la Virgen, esa que decía el Heladio que era milagrosa. Se persignó, rezó un Ave María, otro más y un Padre nuestro, nomás por no dejar. Luego lo soltó:
— Mira Virgencita, sea como sea, se me hace que al pinche Heladio sí lo andas protegiendo, o es que tiene una suerte… Pero yo me cae que no voy a ceder ante el Pelos, ese cacique maricón que pone a todo el mundo de su lado, nomás porque anda repartiendo impunidades. Bueno, pues yo vengo a pedirte lo mismo, nada más que eso sí, yo no le entro a la corrupción del Pelos. Te lo pido, Virgencita. Te lo prometo, más bien: tú ayúdame a conseguir un trabajo y me cae que no vuelvo a decir que al jodido del preciso Calderón le quiero romper su madre. Total, paqueloencuentre…
     Juan salió de la iglesia casi como entró, pero con la convicción de que esta vez sí conseguiría empleo. Era 20 de noviembre y nadie estaría pensando en solicitar trabajo, así que le pareció buen momento para emprender la búsqueda final.
     El balcón de Palacio parecía centro de reciclaje; había botellas de Evian, Aguapura, Nestlé, Bonafont y cuanta otra marca extrajera de agua pueda existir; botellas de refrescos diversos, piedras cubiertas con papeles, algunas con letreros amenazantes, otras eran bolsas vacías de papas y cacahuates, y una con una carta de apoyo, de un taxista, que había encontrado un maletín con mucho dinero, justo el día en que se anunció el fraude electoral que encumbró a Calderón a la presidencia. Al jefe del Estado mayor presidencial se le ocurrió una gran idea, mientras Calderón gritaba desaforado que qué carajos les pasaba, que no se quedaran ahí parados, que traigan al ejército, la aviación, la marina o que “vengan los pinches gringos a partirles su madre a esa bola de nacos allá afuera; ¡vamos! ¡¿qué esperan?”. Entonces el militar soltó:
—Yo tengo una idea. De chiquito me leyeron un cuento y desde entonces no se me olvida. Lo vamos a disfrazar de mendigo y así lo sacamos por una puerta lateral, mientras ponemos al gordo a que salude desde el balcón, ya si le cae algo de mierda, pues que se lo aguante él.
     El presidente todavía preguntó: “¿al secretario?” No, dijo Paredes, al gordito Ramírez; al secretario no le entra la banda presidencial. Pero el otro secretario, el de Bucareli, dijo que él quería hacerlo, que siempre quiso saber qué se sentía estar en ese balcón, aunque le lluevan a uno hasta las madres de las mentadas. “Que se ponga quien sea”, apresuró Calderón, y pidió que le dieran la ropa de algún invitado a la ceremonia de la Revolución. Pero nadie ahí eran tan pobre. Pura ropa de marca y muy a la moda. Así que tuvieron que hacer secuestrar a un pobre militante del 68, que en la salida del metro repartía volantes sobre “La verdad detrás del Comité General de Huelga y las acusaciones entre camaradas”.
     Calderón salió por una puerta de servicio sin que nadie lo viera. Caminó con todo un séquito de soldados vestidos con la ropa de yupies que habían hecho traer (secuestrar, pues) de la Condesa. Pero no alcanzaba la segunda esquina cuando se topó de frente con una pulquería, La Adelita. “Si voy a representar este papel de naco vagabundo, lo voy a hacer bien, con toda su indiosincracia”, dijo poniendo un pie adentro de la pulquería.
     Detrás de él entraron los soldados, quienes ya hasta hablaban de temas intelectuales, de la cultura y el arte. Disque, pues. Y detrás entró Juan. “Alto”, dijo Calderón disfrazado de vagabundo, “homeless”, como empezó a decir de sí mismo. “Esta pulquería está cerrada para el Presidente y sus amigos industriales”, continuó. Pero antes de que pudiera siquiera recordar que ahí no había sino soldados que ya estaban pensando mejor dedicarse a regentear fresitas en el parque México, un pesado puño cayó sobre su nariz, y luego otro le golpeó la panza, y el siguiente en una sien; una patada entre las piernas y un rozón, que si le ha pegado lo hubiera mandado al suelo completamente noqueado.
     Igual cayó, pero a Juan ya lo tundían los yupies en una esquina de la pulquería, cuando no se sabe de dónde una turba de borrachines empezó a cambiar la correlación de fuerzas. La pulquería se cerró con todos adentro, pero los soldados ya habían sido encuerados y estaban atados a unos bancos junto al baño. Calderón empezó a temer por su vida, pero un viejo se acercó y le dijo:“No te preocupes, mano, el Juan pega fuerte pero es muy lento, muévete rápido y verás que se cansa luego, luego. Ándale, levántate y rómpele su madre”.
     Juan lo esperaba con los puños en alto. “Ándale puto, no que muy amigo del presidente, aquí vas a ver quién es más preciso”. Pero en eso se apareció la Virgen y dijo: “Ándale tú, pinche Juan, nomás andas prometiendo y luego ni cumples; órale hijo de la chingada, nomás porque este cabrón a mí tampoco me cae bien. Ándale, vete de aquí, que no sé qué desmadre se traen allá afuera con eso del 2010, ¡Úrriale! ¡Sáquese perrrrro!”
     Lógicamente Juan salió disparado de ahí, pero diciendo. Pinche Heladio, pinchle Heladio, tú tuviste algo que ver, tú y el pinche curita, que también tiene sus influencias.

Ana dos veces

Ana salió de su casa brincando de alegría. Su mamá le había confesado que ella también era una princesa. A Morada también le gustarán las princesas, como a muchas niñas, pero ella era una princesa de verdad; su madre se lo había dicho. Miró a otro lado de la calle y lo que vio no lo pudo creer. La casa grande era en realidad un palacio. Un palacio de verdad, y el arroyo contaminado, que estaban a punto de entubar, tendía a ser un río, aunque nadie lo comprendiera.
     Ana desaceleró, subió despacio a la banqueta y se quedó mirando las sombras en una ventana del palacio. Empezó a soñar. Caminó un poco más y se sentó junto al árbol que había sembrado su padre. Lo que no se comparaba con el jardín que mandó a construir el señor gobernador, pero al menos el padre de Ana tenía el placer de haberlo sembrado y cuidado con sus propias manos.
     Ana soñó su futuro. Pero no le gustó lo que vio. El príncipe salió de su palacio en un auto último modelo. Dio una vuelta para impresionar, dejó que su caballo, es decir su deportivo, se pedorreara frente a Ana y la invitó a subir. Ana pensó en su sueño, pero volteó al cuarto de su madre y ella desde la ventana le hizo un gesto amable al mismo tiempo que amenazante, si no aprovechaba esta oportunidad, jamás tendría su aprobación para casarse con nadie más, ni, por supuesto, sería reconocida como una princesa de verdad. Tal como recién lo era. Ana volvió del paseo un poco confundida, pero decidida a casarse. 
     El día de su boda era todo un acontecimiento. Una gran fiesta había sido preparada. Vestidos, bebidas, comida y muchos adornos. Con mucho cuidado, Ana terminó de ponerse el vestido, después de que la habían peinado y maquillado estilistas profesionales. Se paró frente al espejo y de pronto… se le cayó la sonrisa. Su cara quedó vacía o semi vacía, o… bueno, decía, me quedan nariz y ojos, pero no puedo salir así, sin boca, sin sonrisa.
     Y salió, y se casó, y nadie lo notó. Entre tanto oro, plata, regalos y glamour, nadie, ni siquiera el novio cuando la besó, supo que Ana había perdido la sonrisa. Pero cómo fue, se preguntaba. “El maldito lápiz labial, eso fue… no, no la otra cosa, o la toalla esa con la que me limpiaron, el polvo espantoso que olía tan mal… qué fue, que fue…”
     Ana vivió su vida más o menos como la soñó. Al final dejó al príncipe, su palacio y toda esa mierda; se volvió militante y luchó muy duro contra la monarquía, contra los monopolios, la oligarquía, el imperialismo, la explotación, el capitalismo, el machismo… Se aprendió todas las consignas de memoria, coreó los himnos, y supo que la revolución no se puede hacer sin las mujeres, como decían en Nicaragua, que en la lucha tampoco puede faltar la marimba; sospechó que si los ojos detrás del pasamontañas sonríen sería porque la boca escondida también lo hacía, pero ella no tenía boca, no tenía sonrisa y ya ni se acordaba cómo sonreír.
     Trató colocándose en paliacate, pero los ojos la delataban: no estaba sonriendo. “Compañera”, le decía uno, “así no se va a poder, si no sonríes, pues como que no cambia la cosa. Es como si fuéramos a tomar una foto, ¿ves? Todos están listos, pero hay uno, o una, pues, que no sonríe… o que de plano se voltea, porque los hay que se voltean, ¿eh?, pero ahí están de necios que quieren salir en la foto, participar, pues, en la lucha, que de por sí no es una foto, sino que es como una película, que se va moviendo y moviendo y nunca para”.
—No puedo, compa, es que ustedes no me entienden, a mí se me cayó un día de plano y ya nunca la pude recuperar.
— Sí te entendemos, compa, a nosotros tuvieron que venir nuestros muertos, nuestros antepasados a ponernos de nuevo las sonrisas; por eso nos las tapamos, para que nunca más puedan arrancárnoslas, y por eso ustedes ven que como que sonreímos con los ojos, porque a los hermanos pobres de todo el mundo les ponemos miradas de cariño, mientras que a los malos gobiernos y a los ricos ladrones les echamos ojos de pistola, de rabia, pues, para que vean que tenemos sonrisas pero no son para ellos.
     Ana se puso a llorar y repetía que no podía, que nunca iba a poder. La gente la miró callada, pero pensando: “híjole, pues paciencia le tenemos toda la del mundo, lo que no hay es tiempo, y ahora cómo le hacemos”. Todos se sentaron. Prendieron un fuego, sacaron pozol, se acomodaron, se quitaron los paliacates y fueron saliendo historias, canciones, llegaron los muertos, los antepasados; se fue la noche, y al despertar, Ana vio su sonrisa caída a un lado suyo. La tomó y la colocó en su boca esperando que no se quedara pegada, pero se quedó. Corrió a mirarse en un espejo, pero no había. Así que le preguntó a uno si podía ver su sonrisa, y éste asintió; a otro, lo mismo, una, uno, otra, otra, muchos; todos afirmaban con los ojos.
     Ana salió de su casa brincando de alegría. Su mamá le contó una historia de hombres y mujeres dignos que una vez lucharon contra un dragón llamado capitalismo, y lo derrotaron sólo con las miradas: miles, millones de pares de ojos (y de manos) habían puesto al monstruo patas arriba. Miró al horizonte y vio a un hombre plantar un árbol. “Qué chingados hace mi papá”, se preguntó, “sembrando nopales en medio de la laguna…” 

* Por supuesto, el nombre de este blog está tomado de la famosa obra que Antonio Gramsci escribiera desde una cárcel milanesa hace exactamente ochenta años, y que desde los años setenta ha sido publicada como “Los cuadernos de la cárcel”. Poco se parece la situación italiana del fascismo de los treinta a la del México del bicentenario. Aunque poco no quiere decir nada. Las semejanzas entre Benito y Felipito (por supuesto que no hablo de Don Gato y Mafalda) las encontrará el lector por su cuenta.

Con todo, las líneas que se comparten en este blog fueron realizadas desde la calle y no desde una cárcel. Aunque, efectivamente, pisaron primero algún cuaderno. ¿En libertad? Bueno, la respuesta es relativa y da para más preguntas que afirmaciones: ¿Puede hablarse de libertad en la actualidad, cuando somos vigilados por cámaras “de seguridad” en las tiendas de autoservicio, en el metro, en las calles, en las escuelas y oficinas…; cuando el pensamiento dominante prescribe desconfiar, vigilar, acusar al semejante; cuando los medios de comunicación nos machacan todo el día con el terror y la enajenación; puede hablarse de libertad, en fin, en el capitalismo?

Más de uno ha señalado ya que la democracia liberal lo que vino a legitimar fue precisamente la libertad acotada al dinero. Mientras en el feudalismo el esclavismo y la desigualdad eran legales, en el capitalismo son legítimos con base en el poder económico.

Sin embargo, siempre quedan resquicios para la emancipación. Los cuadernos de la calle pretenden únicamente contribuir con una uñita, como dicen los zapatistas, para rasgar una línea, una forma, en el muro que divide a los de arriba y a los de abajo, en el paredón al que suelen ser condenados aquellos que una y mil veces se rebelan en la historia; ese Muro que un día caerá no como “fin de la Historia” y supuesto triunfo final del capitalismo, sino sobre la cabeza de los capitalistas, como derrota definitiva del capitalismo y el pensamiento único, hegemónico, dominante, heterogeneizante. Será el principio, pues, de las historias, los cuentos, las utopías, las emancipaciones, las libertades…

Seguidores

Datos personales