El viejo paró su vaivén. No dijo palabra. Amplió la sonrisa, para mirarlas fijamente. Algo dijo ella, que las hizo reír. El hombre siguió inmóvil, con esa mirada profunda que le hacía resaltar la pequeña nariz. Poco a poco reinició el balanceo. Eran sus rodillas; ese dolor infame que lo ponía fuera de la jugada. Siempre fue así: si uno hubiera conocido la historia de ese hombre, que iba de negocio en negocio, parando como si picara en cada flor del camino, como si fuera capaz de probar cada bebida... y de pagarla. Si fuera conocido su sufrimiento, podría adivinarse en sus ojos cada pasaje, cada insoportable viaje en bus, ya fuera parado o si alguien terminaba cediéndole el asiento; cada uno de los partidos de futbol en su vida que, desde aquel día del accidente en la construcción de las vías del ferrocarril, había pasado, la mitad en la cancha y la otra mitad entre la banca y la enfermería –es un decir, una forma en que llamaban al puesto de golosinas donde al entonces joven migrante le regalaban una bolsa con hielo para aligerar el dolor.
La mujer con el cabello pintado no podía parecerse más a la candidata que un cartel en la plaza proponía para diputada local. Su acompañante bien podía ser una estudiante de leyes incursionando en las sucias ramas de la lambisconería, el engaño y el cálculo de daños menores del habitus político estatal. Pero no, ni una era candidata ni la otra estudiaba leyes, sino literatura. La rubia del cabello corto era peinadora.
Ambas miraron al viejo. Sonrieron, como si adivinaran que, al menos en esa hora del café y con el calor que sus propias manos les aplicaban, las rodillas del viejo sentían algún alivio, y por fin la peinadora preguntó: ¿Duele? –Sí, duele, balbuceó el viejo. -¿Desayunó? –Y, no. En ese momento ponía la mesera un plato con medialunas y una taza de café en la mesa del viejo. -¿Está solo? Venga para acá. Siéntese acá.
Un hombre de pelo cano pero con apariencia juvenil se había levantado a ayudar al viejo. Tomándolo por los hombros caminaba sonriente detrás suyo. Ya cuando estaban a un paso de la mesa habló algo con la peinadora. Desde su mesa, la acompañante del hombre cano observaba la escena, participando con el cuerpo girado sobre la silla inmóvil. Con un codo apoyado en el respaldo y el otro sobre la mesa, levantaba su taza, esperando una señal para levantarse y brindar, o hacer cualquier otra cosa que el acontecimiento indicara.
El viajero permaneció sentado, mirando. En otras mesas habían comenzado cuchicheos y un intercambio de miradas y sonrisas. El viejo ya estaba en la mesa de las mujeres, pero su café y las medialunas esperaban en donde las dejó la mesera. En toda la cafetería el ruido y los movimientos se intensificaban. El viajero sentía pesada la mirada de la joven de ojos líquidos. Entonces se levantó en dirección de la ventana, como si en el acto de salir por ahí y no por la puerta encontrara una liberación más definitiva. Se detuvo en la antigua mesa del viejo experto en vías para ferrocarril, tomó la taza y el plato de medialunas y volvió con toda la autoridad que en ese momento el par de objetos le otorgaban. Como un paje que camina firme con el báculo y la corona del rey, se acercó a la mesa, colocó el café justo enfrente del viejo; el plato de medialunas a un lado, casi en la orilla, como si pretendiera que, con la intención de ponerlas a salvo la joven se estirara y casualmente chocaran sus manos. No fue así.
La cafetería empezaba una fiesta como nunca se vio. Tanto que resulta indescriptible. Afuera, alguien dio aviso y un tanque preparaba y apuntaba su cañón para volar en pedazos la cafetería, como efectivamente sucedió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario