Juan entró a la iglesia cuidándose de que nadie lo viera. Tenía fama de peleonero y hacía mucho que dejó de asistir a misa o de siquiera pararse en la iglesia. La última vez el curo lo corrió, entre insultos y chisguetes de agua bendita, por pelear con uno que aseguraba que la Virgen le había cumplido el deseo de progresar económicamente, pero Juan sabía que ese era un esbirro del cacique de los vendedores ambulantes de la zona y no se había conseguido su dinero honestamente, ni mucho menos por un favor de la Virgen ni de ningún santo. Además, el pinche cura nomás servía para defender a rateros y abusadores.
Esta vez, no quería pelear con nadie. La policía se estaba llevando a la gente nomás por mirar feo o con cualquier otro pretexto, y el curita lo tenía hasta la madre. Uno de esos días se armaba de valor y les ponía en su madre a ambos, sin que nadie se enterara, y de paso al puto presidente disque del empleo. Pero mientras se dedicó a buscar trabajo, que era lo más difícil. Avanzó por un pasillo lateral sin hacer ruido. Llegó casi al altar y se detuvo frente a la imagen de la Virgen, esa que decía el Heladio que era milagrosa. Se persignó, rezó un Ave María, otro más y un Padre nuestro, nomás por no dejar. Luego lo soltó:
— Mira Virgencita, sea como sea, se me hace que al pinche Heladio sí lo andas protegiendo, o es que tiene una suerte… Pero yo me cae que no voy a ceder ante el Pelos, ese cacique maricón que pone a todo el mundo de su lado, nomás porque anda repartiendo impunidades. Bueno, pues yo vengo a pedirte lo mismo, nada más que eso sí, yo no le entro a la corrupción del Pelos. Te lo pido, Virgencita. Te lo prometo, más bien: tú ayúdame a conseguir un trabajo y me cae que no vuelvo a decir que al jodido del preciso Calderón le quiero romper su madre. Total, paqueloencuentre…
Juan salió de la iglesia casi como entró, pero con la convicción de que esta vez sí conseguiría empleo. Era 20 de noviembre y nadie estaría pensando en solicitar trabajo, así que le pareció buen momento para emprender la búsqueda final.
El balcón de Palacio parecía centro de reciclaje; había botellas de Evian, Aguapura, Nestlé, Bonafont y cuanta otra marca extrajera de agua pueda existir; botellas de refrescos diversos, piedras cubiertas con papeles, algunas con letreros amenazantes, otras eran bolsas vacías de papas y cacahuates, y una con una carta de apoyo, de un taxista, que había encontrado un maletín con mucho dinero, justo el día en que se anunció el fraude electoral que encumbró a Calderón a la presidencia. Al jefe del Estado mayor presidencial se le ocurrió una gran idea, mientras Calderón gritaba desaforado que qué carajos les pasaba, que no se quedaran ahí parados, que traigan al ejército, la aviación, la marina o que “vengan los pinches gringos a partirles su madre a esa bola de nacos allá afuera; ¡vamos! ¡¿qué esperan?”. Entonces el militar soltó:
—Yo tengo una idea. De chiquito me leyeron un cuento y desde entonces no se me olvida. Lo vamos a disfrazar de mendigo y así lo sacamos por una puerta lateral, mientras ponemos al gordo a que salude desde el balcón, ya si le cae algo de mierda, pues que se lo aguante él.
El presidente todavía preguntó: “¿al secretario?” No, dijo Paredes, al gordito Ramírez; al secretario no le entra la banda presidencial. Pero el otro secretario, el de Bucareli, dijo que él quería hacerlo, que siempre quiso saber qué se sentía estar en ese balcón, aunque le lluevan a uno hasta las madres de las mentadas. “Que se ponga quien sea”, apresuró Calderón, y pidió que le dieran la ropa de algún invitado a la ceremonia de la Revolución. Pero nadie ahí eran tan pobre. Pura ropa de marca y muy a la moda. Así que tuvieron que hacer secuestrar a un pobre militante del 68, que en la salida del metro repartía volantes sobre “La verdad detrás del Comité General de Huelga y las acusaciones entre camaradas”.
Calderón salió por una puerta de servicio sin que nadie lo viera. Caminó con todo un séquito de soldados vestidos con la ropa de yupies que habían hecho traer (secuestrar, pues) de la Condesa. Pero no alcanzaba la segunda esquina cuando se topó de frente con una pulquería, La Adelita. “Si voy a representar este papel de naco vagabundo, lo voy a hacer bien, con toda su indiosincracia”, dijo poniendo un pie adentro de la pulquería.
Detrás de él entraron los soldados, quienes ya hasta hablaban de temas intelectuales, de la cultura y el arte. Disque, pues. Y detrás entró Juan. “Alto”, dijo Calderón disfrazado de vagabundo, “homeless”, como empezó a decir de sí mismo. “Esta pulquería está cerrada para el Presidente y sus amigos industriales”, continuó. Pero antes de que pudiera siquiera recordar que ahí no había sino soldados que ya estaban pensando mejor dedicarse a regentear fresitas en el parque México, un pesado puño cayó sobre su nariz, y luego otro le golpeó la panza, y el siguiente en una sien; una patada entre las piernas y un rozón, que si le ha pegado lo hubiera mandado al suelo completamente noqueado.
Igual cayó, pero a Juan ya lo tundían los yupies en una esquina de la pulquería, cuando no se sabe de dónde una turba de borrachines empezó a cambiar la correlación de fuerzas. La pulquería se cerró con todos adentro, pero los soldados ya habían sido encuerados y estaban atados a unos bancos junto al baño. Calderón empezó a temer por su vida, pero un viejo se acercó y le dijo:“No te preocupes, mano, el Juan pega fuerte pero es muy lento, muévete rápido y verás que se cansa luego, luego. Ándale, levántate y rómpele su madre”.
Juan lo esperaba con los puños en alto. “Ándale puto, no que muy amigo del presidente, aquí vas a ver quién es más preciso”. Pero en eso se apareció la Virgen y dijo: “Ándale tú, pinche Juan, nomás andas prometiendo y luego ni cumples; órale hijo de la chingada, nomás porque este cabrón a mí tampoco me cae bien. Ándale, vete de aquí, que no sé qué desmadre se traen allá afuera con eso del 2010, ¡Úrriale! ¡Sáquese perrrrro!”
Lógicamente Juan salió disparado de ahí, pero diciendo. Pinche Heladio, pinchle Heladio, tú tuviste algo que ver, tú y el pinche curita, que también tiene sus influencias.
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