Cómo se le explica a un asaltante bonaerense que en estos días los mexicanos ya no creemos en nada; que en ese país a los policías los han tenido de disfrazar como máquinas de película; que hace tres años televisaron horas enteras las caras sangrantes, las pieles moradas, los rostros heridos de Atenco, que a Oaxaca la asediaron con barcos y aviones de la marina, que en Acteal nos mostraron uno de los rostros más horribles de la violencia de Estado...
Esta tarde, cuando el aire de otoño por fin se decidió a acompañar con nubes semi teñidas a las hojas que ya hace días abandonaron sus árboles, cuando las señoras de sociedad recomiendan no alojar mexicanos en casa y los políticos aprovechan la terapia de shock —que el poder transnacional infringe a través de los cerdos en México— para apelar a los nacionalismos, un joven, seguramente arrojado a la calle por los camisas pardas de Macri, se acerca aparentemente ofreciendo una revista que el anterior gobierno citadino (PJ) creó para paliar un poco el hambre de los sincasa, quienes solían venderla para ganarse unas monedas. Dice algo parecido a que le demos una ayuda para que deje de vivir en la calle. “No tenemos dinero”, decimos con tono de mentira. Luego pregunta de dónde somos, y fatalmente cae en la tentación del tema de moda, el orden del discurso dominante: “¿Vinieron huyendo de la epidemia esa.?” Trata de aprovechar la broma para espantarnos. Bajito dice que en la cintura tiene un arma y no quiere lastimarnos. El desenlace es confuso y cada uno tiene sus conclusiones, cada quien (Ela, el tipo y yo) recuerda de manera distinta lo que pasó después; es decir, cada cabeza registró y privilegió distintos detalles, que juntos armaron historias diversas, dando sentidos diferentes al final de este altercado. Ela ya estaba casi sobre la calle cuando decidimos irnos de ahí.
Si nos hubiéramos quedado, si nos hubiese espantado la amenaza del arma en su cintura o del revólver en poder de su compañero, probablemente nada de esto pasaría por nuestras cabezas. Otro tipo de reflexión, nos ocuparía.
El problema, debe pensar el desdichado, es que no tengo un arma. La ventaja, piensa Ela, es que es tan distraída. La desdicha, pienso, es que ya no traemos miedo a las cosas comunes; tanto han gastado en espantarnos, que ahora apenas tememos al terror.
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