Ela empujó la puerta con el zapato negro. Despacio, sin fuerza; su talón se fue doblando hasta que un impulso de mi brazo liberó la puerta. Ella se giró, probablemente sobre el otro pie, y detuvo la puerta con las nalgas. Su cara quedó un poco más cerca de la mía. Un mechón cayó sobre su cara y sus ojos se entrecerraron. Puse la cajita con el pastel en sus manos, justo a la altura de su pecho. Un rayo de la luz de la lámpara de la plaza aprovechó que mi sombra se movía para tocarle el pecho izquierdo, que se asomaba distraído. La piel se le enchinó y una lágrima bajó lenta por su mejilla.
— Buenas noches, chapas.
— Buenas… gracias.
Se agachó un poco más y simuló un intento de abrazo, pasando el mechón muy cerca de mi cara. En su cuello, puede percibir el efecto de la noche en su perfume. La piel de Ela volvió a enchinarse. Esta vez la mía también. Pude sentir cómo el olor bajaba por dentro de mí, como un relámpago que se me estrellaba en el pubis.
Enderezó su cuerpo para volver a girar, quedando dentro del edificio. Subió como una sombra, envuelta en la gabardina negra. Una lámpara de la plaza aprovechó el último instante para acariciar sus piernas.
Yo también giré. Di dos pasos y comencé a elevarme. Seguí caminando y alcancé un tejado cercano. Ahí me detuve y vi cómo Ela subía las escaleras, ya adentro de su casa. No llevaba la gabardina. Subió quitándose la ropa. Entró al cuarto solamente con zapatos y la falda roja. Sus pechos colgaban sonriendo, mientras el brassiere negro le colgaba de los hombros. Su pierna se estiró por debajo de la falda, mientras ella distraída soltó la correa al zapato. Dobló la pierna y lo hizo caer. Repitió la operación con la pierna izquierda, pero esta vez se detuvo para masajear el talón lastimado. Un rayo subió por su pantorrilla, en la rodilla se separó y corrieron dos hormigueos, uno por fuera y otro por dentro de su muslo. Éste la hizo doblarse para buscar en su empeine el punto exacto del placer.
Trató y buscó, pero por más que se sentía cada vez más excitada, un rayo tal no volvió a aparecer. Poco a poco fue subiendo por la pierna esos remolinos que dibujaba con los dedos, hasta que el índice ágil entró por un costado del calzón, dio una vuelta más y, aprovechando el jugo de su sexo, se clavó lentamente en las arenas movedizas de su propio cuerpo.
Lenguas húmedas se abrían a su paso, sólo para volver a apretarlo y dificultarle la salida. Algo lo hizo clavarse rápido, buscando el fondo de esa caverna interminable. Ela levantó la cabeza, señalando cada rincón del mundo con la punta de un mechón cada vez más grande. Apretó los ojos y las piernas, abrió la boca y se giró doblándose sobre la cama. Calló despacio. Abrió las piernas y fue sacando el dedo lentamente. El índice giró una vez sobre el monte pubis y dio paso al dedo medio. Éste, con mejor suerte, no encontró el fondo pero sí un punto, un lugar, un hueco, algo que pareció ser lo que estaba buscando. Ela tembló, gimió y se giró sobre la cama, sin sacar el dedo. Así se quedó dormida.
La luz de su cuarto siguió prendida mucho tiempo. Yo temblaba en la lluvia que comenzó justo después de que la escuché gemir. Había estado mirando la escalera vacía por un buen rato. Bajé del tejado con un brinco. En cada paso me fundía con el agua de los charcos. Iba pensando en aquel día que Ela me besó al bajar del camión. Fue la primera vez que caminé sin pisar el suelo. Di vuelta en la esquina y no supe más de mí.