Líneas y formas para llevar

Si te gusta algo de aquí, puedes usarlo libremente, siempre que no seas una empresa capitalista, alguien que explota la fuerza de trabajo ajena, un represor o un transa que quiere adjudicarse estas líneas callejeras... *

José Kaff

sábado, 10 de octubre de 2009

La fiesta en paz

Un viejo se balanceaba, acariciándose las rodillas. Tras la sombra móvil de la visera de su gorra negra, unos ojos pequeños, grises, sonrieron acompañando a la curva blanca de su bigote. Fue entonces la fuerza del azar que colocó su mirada en la mujer con un peinado pasado de moda. Ella sonrió, primero sin atender demasiado a la mirada zigzagueante del viejo en la mesa de la ventana. Luego fue dejando que la conversación se perdiera en el ambiente, para dirigir al viejo no sólo su mirada sino toda su atención y la de la joven que la acompañaba. Ambas voltearon sonrientes.

El viejo paró su vaivén. No dijo palabra. Amplió la sonrisa, para mirarlas fijamente. Algo dijo ella, que las hizo reír. El hombre siguió inmóvil, con esa mirada profunda que le hacía resaltar la pequeña nariz. Poco a poco reinició el balanceo. Eran sus rodillas; ese dolor infame que lo ponía fuera de la jugada. Siempre fue así: si uno hubiera conocido la historia de ese hombre, que iba de negocio en negocio, parando como si picara en cada flor del camino, como si fuera capaz de probar cada bebida... y de pagarla. Si fuera conocido su sufrimiento, podría adivinarse en sus ojos cada pasaje, cada insoportable viaje en bus, ya fuera parado o si alguien terminaba cediéndole el asiento; cada uno de los partidos de futbol en su vida que, desde aquel día del accidente en la construcción de las vías del ferrocarril, había pasado, la mitad en la cancha y la otra mitad entre la banca y la enfermería –es un decir, una forma en que llamaban al puesto de golosinas donde al entonces joven migrante le regalaban una bolsa con hielo para aligerar el dolor.

La mujer con el cabello pintado no podía parecerse más a la candidata que un cartel en la plaza proponía para diputada local. Su acompañante bien podía ser una estudiante de leyes incursionando en las sucias ramas de la lambisconería, el engaño y el cálculo de daños menores del habitus político estatal. Pero no, ni una era candidata ni la otra estudiaba leyes, sino literatura. La rubia del cabello corto era peinadora.

Ambas miraron al viejo. Sonrieron, como si adivinaran que, al menos en esa hora del café y con el calor que sus propias manos les aplicaban, las rodillas del viejo sentían algún alivio, y por fin la peinadora preguntó: ¿Duele? –Sí, duele, balbuceó el viejo. -¿Desayunó? –Y, no. En ese momento ponía la mesera un plato con medialunas y una taza de café en la mesa del viejo. -¿Está solo? Venga para acá. Siéntese acá.

Para entonces, la joven descubría a un hombre de claro perfil extranjero, que observaba la escena con ternura, justo por encima de su backpack, colocado en una silla que hacía de frontera entre las mesas. – Así es, dijo ella, qué querés…

No era muy linda. Debajo de unos anteojos ligeros aunque no muy juveniles su nariz y boca destacaban por su simplicidad. Los ojos perdidos detrás, parecían desvanecerse en un verde mieloso demasiado transparente. Podía tener un buen cuerpo, nadie lo sabe, pero debajo del ancho saco rojo, que la chica adornaba con una bufanda con tonos anaranjados, se puede adivinar que no es gorda, como la peinadora. Igual, su boca ancha ensaña un par de coquetos dientes largos, que llevan a compararla con un conejito o algún otro simpático animalito de caricatura.

-Vení, pues, sentate acá vos también.

Un hombre de pelo cano pero con apariencia juvenil se había levantado a ayudar al viejo. Tomándolo por los hombros caminaba sonriente detrás suyo. Ya cuando estaban a un paso de la mesa habló algo con la peinadora. Desde su mesa, la acompañante del hombre cano observaba la escena, participando con el cuerpo girado sobre la silla inmóvil. Con un codo apoyado en el respaldo y el otro sobre la mesa, levantaba su taza, esperando una señal para levantarse y brindar, o hacer cualquier otra cosa que el acontecimiento indicara.

El viajero permaneció sentado, mirando. En otras mesas habían comenzado cuchicheos y un intercambio de miradas y sonrisas. El viejo ya estaba en la mesa de las mujeres, pero su café y las medialunas esperaban en donde las dejó la mesera. En toda la cafetería el ruido y los movimientos se intensificaban. El viajero sentía pesada la mirada de la joven de ojos líquidos. Entonces se levantó en dirección de la ventana, como si en el acto de salir por ahí y no por la puerta encontrara una liberación más definitiva. Se detuvo en la antigua mesa del viejo experto en vías para ferrocarril, tomó la taza y el plato de medialunas y volvió con toda la autoridad que en ese momento el par de objetos le otorgaban. Como un paje que camina firme con el báculo y la corona del rey, se acercó a la mesa, colocó el café justo enfrente del viejo; el plato de medialunas a un lado, casi en la orilla, como si pretendiera que, con la intención de ponerlas a salvo la joven se estirara y casualmente chocaran sus manos. No fue así.

Ella entonces miraba a la peinadora, quien había comenzado a decir: -Esto debe estar pasando en todo el mundo. Es probable que en un acto de lucidez la Humanidad exprimió su última gota de egoísmo. No hacen falta más gobiernos, leviatantes, ni dinero, capitales grandes o pequeños, líderes sinceros o macabros…

La cafetería empezaba una fiesta como nunca se vio. Tanto que resulta indescriptible. Afuera, alguien dio aviso y un tanque preparaba y apuntaba su cañón para volar en pedazos la cafetería, como efectivamente sucedió.





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* Por supuesto, el nombre de este blog está tomado de la famosa obra que Antonio Gramsci escribiera desde una cárcel milanesa hace exactamente ochenta años, y que desde los años setenta ha sido publicada como “Los cuadernos de la cárcel”. Poco se parece la situación italiana del fascismo de los treinta a la del México del bicentenario. Aunque poco no quiere decir nada. Las semejanzas entre Benito y Felipito (por supuesto que no hablo de Don Gato y Mafalda) las encontrará el lector por su cuenta.

Con todo, las líneas que se comparten en este blog fueron realizadas desde la calle y no desde una cárcel. Aunque, efectivamente, pisaron primero algún cuaderno. ¿En libertad? Bueno, la respuesta es relativa y da para más preguntas que afirmaciones: ¿Puede hablarse de libertad en la actualidad, cuando somos vigilados por cámaras “de seguridad” en las tiendas de autoservicio, en el metro, en las calles, en las escuelas y oficinas…; cuando el pensamiento dominante prescribe desconfiar, vigilar, acusar al semejante; cuando los medios de comunicación nos machacan todo el día con el terror y la enajenación; puede hablarse de libertad, en fin, en el capitalismo?

Más de uno ha señalado ya que la democracia liberal lo que vino a legitimar fue precisamente la libertad acotada al dinero. Mientras en el feudalismo el esclavismo y la desigualdad eran legales, en el capitalismo son legítimos con base en el poder económico.

Sin embargo, siempre quedan resquicios para la emancipación. Los cuadernos de la calle pretenden únicamente contribuir con una uñita, como dicen los zapatistas, para rasgar una línea, una forma, en el muro que divide a los de arriba y a los de abajo, en el paredón al que suelen ser condenados aquellos que una y mil veces se rebelan en la historia; ese Muro que un día caerá no como “fin de la Historia” y supuesto triunfo final del capitalismo, sino sobre la cabeza de los capitalistas, como derrota definitiva del capitalismo y el pensamiento único, hegemónico, dominante, heterogeneizante. Será el principio, pues, de las historias, los cuentos, las utopías, las emancipaciones, las libertades…

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