Líneas y formas para llevar

Si te gusta algo de aquí, puedes usarlo libremente, siempre que no seas una empresa capitalista, alguien que explota la fuerza de trabajo ajena, un represor o un transa que quiere adjudicarse estas líneas callejeras... *

José Kaff

martes, 27 de octubre de 2009

Lluvia

Ella camina, sola. Sus pasos tiemblan en la oscuridad fría de la cocina. Dos plantas rojas, curtidas de agua y cloro se encorvan levantando puentes sobre las lozas verdes marcadas con hilos de humo blanco. Las piernas también hacen un arco debajo de la falda de flores amarillas sobre un fondo naranja. Delgadas, lisas, morenas levantan escasos vellos enchinados de frío. Es un gesto que acompaña, distraída, con la mueca casi imperceptible con la que se come los labios. Pero sus ojos y la expresión general de su rostro están en otro lugar. Definitivamente afuera de ese departamento; abajo y no muy lejos de ahí. Ahí, en la lluvia que moja la equina o adentro al fondo del callejón. —Que esté tomando, viejito, que esté tomando —repite mientras se estira el cabello contrastante— que la providencia no le permita entrar al callejón; que el hombre ese, maldito… hijo de…, que no aparezca hoy. Sé que viene, sé que hoy viene, que le trae sus “mercas”, y que los castiga si fallan, pero, carajo, que esta noche no venga, aunque sea sólo esta noche, aunque sea sólo porque llueve… Que pare la lluvia, que no pare.

    Ahí debe estar, bajo el techo de la miscelánea, fumando, como siempre, escurriendo el humo por su vieja gorra azul, apretando los ojos en cada bocanada. —Como el sapito de la canción, el muy imbécil, abre la boca y cierra los ojos.
    Con la mano izquierda fuma, torpe; con la derecha aprieta algo dentro del bolsillo de su chamarra. Ella se sienta y frota las manos antes de estirar las mangas de su suéter verde de algodón sobre sus manos. Aprieta las puntas y mete las manos a las bolsas del suéter, sin soltar los puños que retiene entre sus dedos. Se dobla sobre la mesa hasta casi tocarla con la frente. Con los ojos bien abiertos enseña los dientes y dice: Te quedas, ahí te quedas, maldito. Hoy no entras al callejón. No me importa que ellos tomen, que se mueran de borrachos en esa esquina, que se los lleve la patrulla o que los cerdos les quiten hasta los calcetines, pero tú hoy te quedas ahí.
    La miscelánea casi se ha borrado en esta lluvia torrencial. La cortina permanece abierta y el techo de lona cubre más de la mitad de la entrada. Sucias y rotas líneas verdes y blancas, con parches de colores escurren ríos hasta la esquina derecha, donde el agua se concentra una y otra vez, aunque el viejo de la escoba aparezca periódicamente para clavarla desde abajo, provocando pequeñas tormentas, que sin embargo alcanzan a mojarle los zapatos y el pantalón al hombre del cigarro. Las cajas de cerveza y la estructura que carga los garrafones de agua ya fueron colocados a salvo. En la pared cuelga ya sólo con un pedazo de cinta la hoja con la que Pifi, un perrito “busca a su dueño”. Debajo, la cara incompleta de un candidato con la sonrisa tachada muestra oronda el chicle que alguien le ha pegado justo en la nariz, de forma que lo hace parecer un payaso.
    Ella se levanta. Saca las manos de las bolsas y el suéter. Se lo cierra sin abotonarlo y permanece así un momento. Su expresión cambió; los ojos miran profundo hacia algún lado de esa cocina, pero sus pies empiezan a moverse, lento, para girar sobre su eje. Camina despacio hacia la puerta y apaga la luz. En la oscuridad del pasillo lo decide: —El viejo se acerca con la escoba una vez más. Mira afuera. Se detiene, deja la escoba y dice: “no tiene caso”, toma la herramienta con la que hace subir el tejado. “Voy a cerrar, señor”, dice al hombre. “Yo aquí me quedo. No me voy a salir con esta lluvia”. “Pues como quiera, pero yo ya voy a cerrar”. El hombre aprieta un objeto en su bolsa derecha. “Déjeme quedar un rato. Mire, abra esa botella que tiene ahí, yo se la pago, ¿tiene dominó? No tiene nada mejor que hacer, ¿cierto?”.
    De pronto se interrumpe. No escucha más la lluvia. Regresa a la cocina, se asoma a la ventana. Es cierto, ha dejado de llover. La esquina está vacía. Un hombre camina hacia el callejón.
    —Mierda, tengo que dejar de pensar que todo lo que escribo debe tener un vínculo con la realidad. Me importa un carajo. El tipo se queda en la tienda, se emborracha con el viejo… ¿y los chavos de la esquina? No sé, no sé…

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* Por supuesto, el nombre de este blog está tomado de la famosa obra que Antonio Gramsci escribiera desde una cárcel milanesa hace exactamente ochenta años, y que desde los años setenta ha sido publicada como “Los cuadernos de la cárcel”. Poco se parece la situación italiana del fascismo de los treinta a la del México del bicentenario. Aunque poco no quiere decir nada. Las semejanzas entre Benito y Felipito (por supuesto que no hablo de Don Gato y Mafalda) las encontrará el lector por su cuenta.

Con todo, las líneas que se comparten en este blog fueron realizadas desde la calle y no desde una cárcel. Aunque, efectivamente, pisaron primero algún cuaderno. ¿En libertad? Bueno, la respuesta es relativa y da para más preguntas que afirmaciones: ¿Puede hablarse de libertad en la actualidad, cuando somos vigilados por cámaras “de seguridad” en las tiendas de autoservicio, en el metro, en las calles, en las escuelas y oficinas…; cuando el pensamiento dominante prescribe desconfiar, vigilar, acusar al semejante; cuando los medios de comunicación nos machacan todo el día con el terror y la enajenación; puede hablarse de libertad, en fin, en el capitalismo?

Más de uno ha señalado ya que la democracia liberal lo que vino a legitimar fue precisamente la libertad acotada al dinero. Mientras en el feudalismo el esclavismo y la desigualdad eran legales, en el capitalismo son legítimos con base en el poder económico.

Sin embargo, siempre quedan resquicios para la emancipación. Los cuadernos de la calle pretenden únicamente contribuir con una uñita, como dicen los zapatistas, para rasgar una línea, una forma, en el muro que divide a los de arriba y a los de abajo, en el paredón al que suelen ser condenados aquellos que una y mil veces se rebelan en la historia; ese Muro que un día caerá no como “fin de la Historia” y supuesto triunfo final del capitalismo, sino sobre la cabeza de los capitalistas, como derrota definitiva del capitalismo y el pensamiento único, hegemónico, dominante, heterogeneizante. Será el principio, pues, de las historias, los cuentos, las utopías, las emancipaciones, las libertades…

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